sábado, 10 de marzo de 2012

URGE(VICENTE FERNADEZ)

 Ramón Quintana Woodstock...



  De pronto estaba caminado descalzo por la gran avenida Paseo de la Reforma rumbo al museo de Rufino Tamayo. Cargaba los Pnanam en las manos y sobre la espalda el sol dominical  se me trepaba como mochila, el verdor de la capital mexicana se impone a cualquier otra cosa, relucen las banquetas y por los horizontes los altos edificios son artículos de ornato que se despliegan rumbo a donde vive Dios. El DF es como un incansable recreo para los ojos de RQW, es una poesía que dispara de muchos flancos y acierta en todos los sentidos. El pavimento que cachetea los pies es una caricia que sube hasta la cabeza y refresca el pensamiento. Increíblemente ahí me siento más seguro que en mi ciudad y mis pasos son certeros, sin temor a nada, de repente me envuelve en su espiral el sonido de un cilindrero, la gente no deja de desfilar y parece que a pesar de todo se empeña en ser feliz.  He visto pasar a un par de arios, llevan un perro pequeño y su idioma no es de aquí, están de lo más normal, aparentan vivir aquí en México. Todos los días son una fiesta, pero los domingos se respira todavía mejor, las familias van en bicicleta, o con los perros, las calles principales se cierran y a las faldas del Ángel de la independencia hay una larga fila para subir a ver la ciudad de México desde las alas de éste.  La noche de anoche llovió, pero ahora las calles están secas, no parece que haya diluviado, mi cuerpo le dio morada a  de decenas de mosquitos que atravesaron la ventana del Hotel de la calle Pescaditos;  se dieron gusto bebiendo de mi sangre, es el costo de haber llegado del desierto a esta humeante pastizal, que aunque el cielo a veces se pone gris, regala estos días claros donde las energías de todos alcanza niveles superiores  cualquier imeca venenoso. He decido tragarme la ciudad, porque en Juárez las cosas no van bien, cuando no es la violencia es el frío o el calor, el extremo de las cosas es inminente, hasta cuando hace viento, las tormentas que se ven en la películas del viejo Oeste norteamericano, las vivimos en el  desierto más  poblado del mundo. En Juárez tapas el chiflón por un lado y el polvo se mete por otro, no hay poder humano que detenga la tierrilla que se cuela por la  rendija mas angosta, ni siquiera el esmog del DF es tan persistente, este mendigo demonio polvoriento, mueve la cola y si no chicotea en una cosa, chicotea en otra.

 Previo a mi caminata he comido un par de quesadillas, una de cuitlacoche y otra de flor de calabaza, diez pesos cada una, es como gasolina para el cuerpo, pero más que eso es una poesía milenaria, este arte culinario es más viejo que la propia ciudad, quien no lo sabe, es que come por rutina o por inercia.  Por ahí se llega al castillo de Chapultepec, su bosque no disuena del entorno, por diestra y siniestra hay enormes arboles que engalanan la vista, por los costados mientras uno pasa corriendo con auriculares, otro aniquila un hot dog, ya casi me acerco, mi objetivo es llegar al museo Rufino Tamayo, sigo descalzo y lo increíble es que el sol no quema como en Juárez, -mi ciudad- donde hasta los muertos se quieren levantar de lo caliente que se pone el comal,  la temperatura no es para menos, por eso me sorprende ver a gente con un suéter puesto o en las manos, mientras yo tengo calor, para los defeños diecisiete grados es frio, para los juareños es el paraíso, así que yo llevo una playera a rayas y sigo descalzo,  el clima me arrulla mientras camino, y me ofrece el rugir de los autos como música de fondo, a pesar que es un fin de semana el pavimento no ceja de ser acariciado, abundan los taxis que se disputan la avenida como si los carriles no estuvieran delimitados, todos serpentean buscando llegar a quién sabe dónde, casi llego al mi objetivo, a menos de trescientos metros y entre los árboles se ve imponente el museo, me siento en un banco de cemento, y me calzo los Panam rojos, que dos días antes me había comprado….  Julio del 2010, Marzo 2012.

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